DIEGO ALBERTO BAROVERO

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Aquella gesta cívica del Parque

Por Dr. Diego Barovero*

Promediando la década de 1880 se avizoraba una Argentina pujante en el concierto mundial. El crecimiento económico merced al afianzamiento del modelo agroexportador, la ampliación de la red ferroviaria, la remodelación del puerto, así como la gran reforma educativa (Ley 1420) eran los ejes fundamentales del progreso. Conviviendo con estos síntomas modernizadores se construye un sistema político restringido, autoritario y orientado a maximizar los beneficios de un grupo de familias cuyos negocios estaban relacionados con el rol de país exportador de materias primas, que en el mercado mundial, le tocó jugar a la Argentina.

Era la República posible con derechos civiles para todos pero derechos políticos para pocos. En 1889 estalla la crisis. En horas se deshacen fortunas y se llega a la emisión clandestina de papel moneda. La debacle económica desnuda la profunda crisis político-institucional y moral. El gobierno elitista confundía el bienestar general al que convoca el Preámbulo de la Constitución con sus propios intereses. La libertad electoral no existía; los gobernantes provinciales y el Congreso estaban reducidos a meros agentes del presidente; los cargos judiciales se repartieron entre partidarios y la estructura administrativa se basaba en el favoritismo. Se había configurado el unicato alrededor del Presidente de la República Miguel Juárez Celman. Fue así que los reclamos por la modificación del sistema político para la vigencia efectiva de las fórmulas constitucionales encuentran cauce en una convocatoria juvenil que da nacimiento a la Unión Cívica de la Juventud que fija los cimientos de la Unión Cívica en septiembre de 1889 en el “meeting” del 1° de septiembre de 1889 en el Jardín Florida. Las crónicas de la época describen un acto multitudinario. Abril de 1890 es el momento en que la Unión Cívica de la Juventud obtiene su mayoría de edad al constituirse en Unión Cívica, primer esbozo de partido político orgánico con clubes en todos los barrios de la ciudad y en las principales capitales provinciales. En el nuevo movimiento confluyen en defensa del ideal republicano, moralidad administrativa y elecciones limpias antiguos federales como Bernardo de Irigoyen y liberales como Bartolomé Mitre; católicos como José Manuel de Estrada y Pedro Goyena; autonomistas como Leandro Alem y Aristóbulo del Valle; y los futuros líderes de los primeros partidos políticos modernos del siglo XX: Hipólito Yrigoyen, Lisandro de la Torre y Juan B. Justo. Se prepara el terreno para la revolución que garantice la plena vigencia de la Constitución Nacional y el sufragio libre.

La revolución estalla violenta en la Capital el 26 de julio de 1890. Se levantan trincheras, se arman cantones, se libran combates sangrientos, participan batallones de líneas sublevados y se enfrentan con tropas veteranas que acuden de diversos puntos del país. El general Manuel J. Campos es el jefe militar y una Junta Civil liderada por el Dr. Leandro Alem dirige la revolución. El general Levalle y el coronel Capdevila, son los encargados de organizar la defensa del gobierno. Los rebeldes concentrados en el Parque de Artillería se identifican con una bandera tricolor: verde, blanca y rosa y con la boina blanca; tienen coraje, les sobra valor, pero carecen de municiones y de iniciativa; al cabo de varios días son vencidos por el ejército nacional. Capitulan el 29 de julio. En el senado se oye la sentencia: "la revolución está vencida, pero el gobierno está muerto". La renuncia de Juárez Celman es recibida con entusiasmo popular. Pero aquel preclaro jefe que fue Alem, advierte que en realidad había que colgar crespones. Observa que había cambiado algo pero todo seguiría igual. Hoy recordamos las profundas convicciones de los revolucionarios cívicos pero el recuerdo no puede ni debe constituirse en un homenaje de características necrológicas ni mucho menos una oración fúnebre. Porque estamos convencidos que el ideal de su líder Leandro Alem está hoy más vivo que nunca. Nuestro homenaje más certero y más justo es precisamente poner en claro lo auténtico del ideario que animó aquella gesta y especialmente la necesidad de actualización. Los revolucionarios del Parque encarnaron un sentimiento patriótico y democrático que anidaba en el pueblo argentino desde los orígenes mismos de nuestra nacionalidad, desde la guerra por nuestra emancipación nacional y los albores de nuestra vida independiente, desde las luchas por la organización constitucional y la integración federal definitiva de toda la Nación: la realización plena de la República Argentina en la absoluta vigencia de la Constitución Nacional, el sufragio limpio, la honradez administrativa y el federalismo.

Alem bregó por el cumplimiento pleno de nuestra Constitución Nacional y por la realización del principio republicano de la división de poderes. Fue un defensor del federalismo y de las autonomías provinciales puesto que sus orígenes ideológicos lo conectaban con la línea federal democrática que encarnó Manuel Dorrego, luego el autonomismo alsinista y las mejores tradiciones argentinas. Por eso, una década antes del acontecimiento que recordamos se opuso tenazmente y en soledad a la federalización de la ciudad de Buenos Aires. Él tenía en claro su significado: una deformación de las estructuras políticas, económicas y sociales de la Nación.

Fue también Alem un luchador por el derecho del pueblo al sufragio como medio de legitimación de las instituciones de la república, porque tenía además la íntima convicción de que el ciudadano debía dejar de ser un mero espectador en el manejo de la cosa pública para convertirse en partícipe activo en la toma de decisiones de los destinos nacionales. Y para hacer efectivo ese derecho inalienable del pueblo, Alem no trepidó en recurrir a la revolución para regenerar las prácticas políticas de nuestra Patria. Hay que tener en claro que quienes hicieron la Revolución del Parque, no se proponían la conquista del poder para ellos mismos sino reorganizar las instituciones fundamentales del país sobre la base de la soberanía del pueblo. El Manifiesto revolucionario es claro: los jefes de la revolución a no participarían en las elecciones libres que habrían de convocarse.

Finalmente digamos que Alem y los revolucionarios se constituyeron en constantes preconizadores de la moralización de la política. Hicieron de la ética su credo y de la austeridad su rito. El mismo Alem murió en la pobreza más absoluta luego de haber pasado dignamente por la función pública. Frente a ello es digno recordar aquella definición alemiana en cuanto a que de los cargos públicos debía salirse “con la frente alta y los bolsillos livianos”.

He aquí el legado de la Revolución del 26 de julio de 1890. Nos dejaron sus ejemplos de lucha en la cruzada cívica por la vigencia real de la Constitución. Muchos de aquellos males contra los que Alem batalló sin descanso ni especulación hasta su última gota vida- el 1 de julio de 1896- siguen hoy en pie, a un siglo, una década, un lustro y un año de la gesta cívica, en abierto desafío a nuestra vocación intransigente. Es menester refirmar nuestro propósito y nuestro compromiso de continuar su lucha, de comulgar con sus mismos ideales, de no transar con todo aquello que no es digno de los argentinos, siguiendo su ejemplo indeleble para que nos anime en la encrucijada a que nos enfrentamos hoy como entonces. Alem solía despedirse de sus amigos y partidarios en sus cartas con una frase “En continua lucha los saludo”. En eso estamos.

* Secretario General del Instituto Nacional Yrigoyenano (Ley 26.040) - Instituto Leandro Alem

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