En la vida de los pueblos suele ocurrir que aparecen hombres providenciales destinados a ocupar un lugar de relevancia fundamental en la historia de las naciones. Son hombres (o mujeres) cuya vida, prédica, ejemplo y accionar resultan decisivos en determinada circunstancia histórica para guiar a sus compatriotas en momentos cruciales, son capaces de inspirarlos y canalizar el espíritu de cambio que anida en los corazones y mentes.
Sin lugar a dudas la figura de Raúl Ricardo Alfonsín corresponde a esta categoría de seres humanos, la de los hombres providenciales.
Porque: ¿Cuál hubiera sido la historia de la República Argentina sin el triunfo de Alfonsín y la Unión Cívica Radical en las elecciones del 30 de octubre de 1983?
Sin ánimo de iniciar un ejercicio de ucronía, debemos sincerarnos y reconocer que seguramente la historia argentina de estos últimos veinticinco años hubiese sido otra.
Por lo pronto y a mero título de ejemplo, no hubiera habido juicio a las Juntas Militares y por ende se habría consagrado la impunidad de la represión ilegal, tal como lo planteaban la plataforma y el candidato del PJ Italo Lúder al sostener la legalidad de la ley de facto de autoamnistía.
No se hubiera creado la CONADEP ni habría habido investigación acerca de las gravísimas violaciones a los derechos humanos en tiempos de la dictadura militar. Vale señalar que la CONADEP fue un organismo independiente integrado por los más prestigiosos representantes de diversos ámbitos del quehacer nacional y que el justicialismo rechazó participar de ella y de su labor.
No se hubiera alcanzado el tratado de paz y amistad con la hermana República de Chile en el conflicto por el canal de Beagle siguiendo el laudo dictado por su santidad Juan Pablo II y ratificado por una abrumador mayoría de la ciudadanía en una consulta popular ejemplar, a la que el peronismo convocó activamente a no votar o votar en contra del instrumento pacificador.
Herminio Iglesias hubiese sido gobernador de la provincia de Buenos Aires y Lorenzo Miguel en su carácter de vicepresidente 1° en ejercicio de la presidencia del Consejo Superior del Partido Justicialista (por ausencia de su presidente María Estela Martínez de Perón) hubiera sido el hombre fuerte del gobierno de Luder, y por ende se habría consagrado la preeminencia de la "patota sindical" por sobre el diálogo político y el respeto a la libertad de expresión y el disenso. Se habrían exacerbado las pautas corporativas de nuestra sociedad en detrimento de la democratización de nuestra cultura.
No vale la pena extenderse más para concluir que muy diferente hubiera sido la historia de los últimos veinticinco años sin Alfonsín y la UCR.
También por ello, Raúl Alfonsín está siendo destinatario en vida del reconocimiento que quizá imaginó para cuando ya no estuviera en este mundo. No me refiero al merecido tributo que constituye la inclusión de su imagen en el Salón de los Bustos de la Casa Rosada ni mucho menos a la mera ceremonia de homenaje vacío y plagado de lugares comunes y alabanzas huecas que le dedicó nuestra señora Presidente y a la que el gran repúblico respondió con una verdadera cátedra de civismo. Me refiero al tributo que cotidianamente y desde los más inesperados espacios se han dedicado en este último tiempo a reivindicar con justicia el rol y la personalidad del presidente de la restauración democrática.
Le correspondió ser el primer presidente de la democracia renacida en 1983 en gran medida por su prédica positiva, convocante y exenta de revanchismo, pero de profundo sentido libertario. Vale tan sólo mencionar la emoción que provocaba entonces cuando cerraba sus alocuciones públicas (en todos los mitines que organizó desde las más importantes concentraciones urbanas hasta los más recónditos rincones de la vasta geografía nacional) pronunciando el Preámbulo de la Constitución Nacional, por él convertido en rezo laico, santo y seña de la cruzada democratizadora. Y también fue sin duda el artífice indispensable de la consolidación del sistema democrático, no solamente como forma de gobierno sino como modo de vida ya definitiva e inexorablemente incorporado a la cultura argentina.
Todos sabemos y recordamos que se vivieron momentos complicados, harto difíciles durante su mandato, donde debimos aprender a convivir en democracia más allá de las lógicas y esperables diferencias y defenderla de las acechanzas que, en aquellos años fundacionales con mayor ahínco, se hicieron notar.
Vivir en democracia aparece ahora como una situación normal para las generaciones más jóvenes, por caso, para los chicos de cuarto año a quienes me toca enseñarles derecho constitucional en las aulas del Colegio Nacional de Buenos Aires. A veces me parece notable que vivan como algo lógico el normal desenvolvimiento de las instituciones democráticas o el proceso electoral que cada dos años vivimos en nuestro país. Es que han tenido el privilegio de nacer con la democracia felizmente consolidada en la Argentina en gran medida por obra de Alfonsín quien para ellos es como un personaje de los libros de historia. ¡Y vaya si lo es!
Para mí, cuando tenía la edad de estos jóvenes que hoy son mis alumnos, fue bien diferente ya que me tocó vivir el renacimiento democrático al que Alfonsín estará indisolublemente ligado no sólo en mi memoria sino en el imaginario colectivo.
Es que Alfonsín, entre sus muchos méritos, supo interpretar mejor que nadie ese anhelo popular, esa pulsión colectiva que clamaba por la democratización de nuestra vida como sociedad.
Hoy, a un cuarto de siglo de aquellas jornadas históricas, y tras el más largo período de vigencia de las instituciones republicanas desde comienzos del siglo XX, el pueblo - aún aquellos que disienten con su filosofía y sus principios políticos - se lo reconoce con respeto y hasta con gratitud.
Porque Alfonsín conserva esa virtud comunicativa y carismática con la sociedad desde sus días de campaña de 1983 cuando recorrió dos veces el territorio de la república llevando su mensaje democratizador. Aún hoy irradia esa simpatía campechana propia de los políticos de raza, que tanto escasean por estos tiempos, ese aire patriarcal y paternal que él mismo cultiva, sentimiento sin duda unido a la circunstancia de que se lo siente un poco el padre de ese renacimiento de las esperanzas que significó el retorno de las instituciones democráticas que en la conciencia colectiva permanecerá por siempre unido a su figura.
No cuesta entender ese sentimiento, porque Alfonsín aparece ante los ojos de los argentinos - aún aquellos que no comulgan con sus ideas ni practican su credo cívico - como un hombre de bien, un líder decente, que conserva la virtud de haber actuado honestamente y haber sido absolutamente fiel a sus ideas, lejos del travestismo ideológico tan en boga desde que él dejara la presidencia, al que no nos terminamos de acostumbrar. Pero además y empardándose con los grandes prohombres del radicalismo histórico que fueron y son ejemplo de honradez proverbial como Alem, Yrigoyen, Alvear, Sabattini, Illia, Balbín, no pesaron ni pesan sobre él acusaciones ni sospechas de enriquecimiento personal o de corrupción como lamentablemente ocurre con muchos de quienes lo sucedieron.
No tengo la fortuna de poder llamarlo ni considerarme amigo de Alfonsín. Lo he visto y he podido hablar con cierta intimidad pocas veces. Pero guardo en mi recuerdo una anécdota que lo pinta de cuerpo entero como el verdadero zoon politikon que es.
En 2005 tuve el honor de ser candidato a diputado nacional por la Capital Federal en las listas de la UCR y en plena campaña electoral organizamos desde el Instituto Nacional Yrigoyeneano la presentación del libro del historiador Guillermo Gasió sobre la segunda presidencia de Yrigoyen, que constituye la más detallada y objetiva investigación publicada sobre el período y su protagonista. Lo presentamos juntos con Raúl Alfonsín en un acto no sólo académico y cultural sino político realizado en el Comité de la Capital de la UCR. Al finalizar el mismo, lo acompañé hasta hasta la puerta del local y a través del trayecto hasta la salida eran cada vez más los simpatizantes que se acercaban a él para saludarlo, besarlo, tocarlo y nos iban alejando, hasta separarnos completamente. Ya en la calle, su hijo Ricardo lo ayudó a introducirse en el automóvil que lo devolvería nuevamente a su casa. Una vez en la vereda me acerqué a la ventanilla tan sólo para decirle "Hasta siempre, presidente, gracias". No terminé la frase, que Alfonsín había abierto la puerta y dificultosamente salió del coche para abrazarme y despedirse con palabras que denotaban una familiaridad que no teníamos, pero que eran refelejo de su satisfacción por la exitosa reunión y que nunca olvidaré por reconfortantes: "Chau Barovero y gracias... ¡Metele, Barovero, metele!", dicho lo cual volvió a sentarse en el automóvil que partió raudamente. Así es don Raúl, el hombre superó las ocho décadas de vida y que hace 25 años nos devolvió a los argentinos la democracia y nos enseñó a valorarla y cuidarla.
Octavio R. Amadeo en "Vidas Argentinas" al referirse a la vejez de una figura consular de nuestra Patria dice: "le fué otorgada la vejez, que es casi un virtud. Y cuando se llega a ella con salud moral y física, con utilidad social, es como una santidad...Fué un gran viejo; la vejez es una dignidad y una virtud. Producir un viejo es un éxito de la naturaleza y una victoria de la raza". El sayo le cabe con creces al insigne Raúl Ricardo Alfonsín, que es grande sin haber pretendido querer serlo.
*http://diego-barovero.blogspot.com/
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