DIEGO ALBERTO BAROVERO

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La elección del presidente italiano

"¡Viva la Repúbblica Italiana!"


Por Diego Barovero

(publicado por "Voce d'Italia")

Acabamos de asistir - no sin cierta envidia - al magnífico espectáculo del parlamentarismo italiano en todo su esplendor



Las elecciones políticas (en la jerga peninsular se denominan así los comicios en los que se vota el Parlamento, para diferenciarlas de las "elecciones administrativas" de autoridades comunales) realizadas en el mes de abril dieron un ajustadísimo resultado a favor de la gran coalición de centroizquiera -L'Unione- en detrimento del hasta ahora oficialista Casa della libertá, el conglomerado centroderechista.



La estrecha diferencia electoral tuvo paradojalmente un más claro correlato en la representación parlamentaria, de modo de ensanchar la brecha entre las fuerzas que apoyan al seguro futuro premier Romano Prodi de la alianza que apoyó al hasta ahora jefe de gobierno italiano, el polémico y mediático Silvio Berlusconi.



Es de esperar un cambio de estilo y de las principales líneas de acción, aunque a la vez, una transición pacífica en la dirección de los asuntos del gobierno desde el tormentoso "Cavaliere" Berlusconi hasta el sereno pero firme "Professore" Prodi, que trae consigo un bagaje de experiencia desde su anterior desempeño como premier y como presidente de la Comisión Europea.



Pero lo verdaderamente admirable ha sido poder observar gracias a la maravilla de los medios electrónicos generalizados - internet sobre todo, pero también la TV por cable- el funcionamiento de las instituciones de la Segunda República italiana, que nació como consecuencia de de la crisis de "Tangentópolis", el escándalo de corrupción política que a comienzos de los '90 atravesó a los grandes partidos políticos de la segunda posguerra que habían protagonizado en modo hegemónico la 1° República, instaurada tras la caída de la Casa de Saboya, acusada de complicidad con el régimen fascista.




Hemos tenido así acceso a las maratónicas sesiones en las que ambas cámaras legislativas han elegido a sus máximas autoridades, en las que las coaliciones del centroizquierda y el centroderecha esgrimieron con hidalguía y aplomo - haciendo uso de todos los recursos y mecanismos que la Constitución, la ley y los reglamentos parlamentarios les atribuyen - hasta saldar el proceso con la consagración del veterano ex comunista Fausto Bertinotti al frente de la Cámara de Diputados y del experimentado sindicalista ex democristiano Franco Marini del Senado.



Pero lo que ha resultado verdaderamente apoteótico ha sido la magnífica puesta en escena del gran colegio electoral integrado por los 1010 senadores, diputados y delegados regionales ( "I mile dieci grandi elettori") verdadero cónclave republicano laico, que debió consagrar al undécimo presidente de la República.



La singular y armónica conjunción de pompa y austeridad ha realzado aún más el carácter de todas las ceremonias electorales y de entronización del nuevo "Capo dello Stato", convirtiéndolo en sano motivo de envidia hacia nuestra segunda Madre Patria por el exitoso mecanismo constitucional que, aún en los dificultosos y críticos avatares de la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI, ha permitido gozar de estabilidad institucional que ha garantizado el progreso y desarrollo económico y social italiano.



El intrincado sistema de votaciones diarias, exigiendo en las tres primeras la mayoría agravada de dos tercios, morigerada a partir de la cuarta en que se exige la mayoría absoluta de más de la mitad de los componentes del cuerpo electoral - todas ellas matizadas como corresponde a un órgano colegiado por el pertinente debate de ideas y fundamentación de las proposiciones y mociones- viene a representar una suerte de invitación a los grupos políticos con representación parlamentaria, a extremar los esfuerzos en pos de un consenso generalizado que trascienda las banderías para consagrar al pimer ciudadano de la República, aquél que por siete años habrá de ser el símbolo viviente de la unidad nacional y el garante final de la Constitución republicana.



Finalmente, con la mayoría absoluta de más de la mitad de los integrantes de la gran asamblea de Montecitorio, ha sido electo el "Onorevole" Giorgio Napolitano, oriundo de la tradicional región de su patronímico y cabal exponente del PCI, fundador del denominado "reformismo eurocomunista"; el menos dócil a los dictados moscovitas en tiempos de de Stalin y sus acólitos y sucesores; el más firme opositor a la dictadura mussoliniana; el más proclive al diálogo interpartidario en la utopía de la reconstrucción de la Italia democrática: el de PalmiroTogliatti, Enrico Berlinguer y Nilde Iotti. El que alumbró el actual Partito Democrático della Sinistra (PDS) conducido por D'Alema, uno de los grandes arquitectos del "Ulivo" antes y de "L'Unione" ahora..



La unción de Napolitano viene a significar en el imaginario político italiano el reconocimiento al aporte histórico que el viejo PCI y sus legítimos sucesores del PDS han hecho sincera y comprometidamente a la Italia democrática desde la posguerra hasta el presente. Una vez juramentado, el presidente de la República deja de ser "uomo di partito" para pasar a ser presidente "di tutti gli italiani".



Los parlamentos europeos no gozan en este último tiempo de buena prensa. Se ha acusado de excesivo presidencialismo a algunos líderes del viejo continente que, merced a la sobreutilización de las técnicas del marketing político, han construído liderazgos fuertes en detrimento de los órganos parlamentarios que han aceptado adocenadamente la lenta e inexorable declinación de sus potestades.



A la gran mayoría de la opinión el término "presidencialismo" los hace pensar en el régimen constitucional de Estados Unidos; sin embargo, se equivocan quienes sospechen que la tendencia actual es una faceta más de la norteamericanización de Europa. En Estados Unidos, el presidente sólo es un miembro de una tríada de poderes independientes; el Congreso restringe severamente sus facultades porque así lo establece la Constitución. En cambio, los primeros ministros "presidenciales" de Europa (Muchos de ellos también "Presidentes" aunque del Consejo de Ministros, como en Italia y España) han adoptado modalidades propias de "dictadores electivos".



Para algunos pensadores, como Ralph Dahrendorf - intelectual y miembro de la Cámara de los Lores británica- ("La abdicación de los parlamentos". La Nación. 2002) ello significa que ya no se toma en serio a los parlamentos y que en algunos casos, más que la fuente de la soberanía, los parlamentos son los sirvientes del Poder Ejecutivo. La experiencia italiana ha sido bien clara: Berlusconi abusando de la mayoria parlamentaria que su pueblo le otorgó hace cuatro años ha inducido al Parlamento a aprobar leyes cuyos principales beneficiarios son él mismo y sus intereses comerciales.




La crisis de los parlamentos que ha afectado en cierta manera hasta en Westminster, cuna del parlamentarismo del mundo, ha impactado con mayor dureza en las jóvenes democracias sudamericanas y particularmente en Argentina donde el órgano legislativo se ha convertido -por responsabilidad del Ejecutivo, pero también de los propios legisladores - en una suerte de escribanía mayor del gobierno donde, en el mejor de los casos, se legitiman decisiones adoptadas por el Poder administrador; cuando no directamente se transforma en espectador de las mismas.



De tal suerte, que a partir de esta deformación y la generalización de la utilización de los decretos de necesidad y urgencia -legitimados por la reforma constitucional de 1994- los gobiernos se han habituado a utilizar una legislación secundaria, constituida por decretos y reglamentos fuera del control parlamentario.




¿Cómo pudo suceder esto? ¿Cómo se explica la aparente abdicación del Parlamento, la institución central de la democracia? ¿Por qué ha dejado de ser el lugar en que los representantes del pueblo debaten cuestiones importantes y piden cuentas al Poder Ejecutivo? ¿Peligra, acaso, la democracia misma?



Existen varias razones para el destripamiento de los parlamentos. Una es la globalización. Las decisiones han emigrado de los espacios para los que se eligen los parlamentos. Hoy se toman en lugares remotos y a menudo desconocidos: tal vez, los directorios de empresas y corporaciones transnacionales, las reuniones privadas entre dirigentes de distintos países o, simplemente, el curso de unos acontecimientos que escapan a todo control.



Otra causa es la separación entre el juego político y la vida e intereses de la mayoría de la gente. En vez de agrupar y representar los intereses de los ciudadanos, los partidos se han transformado en máquinas electorales y en distribuidoras de poder. El juego entre partidos ha perdido su representatividad. De ahí la nueva tendencia de sus dirigentes a recurrir directamente al pueblo, dejando poco margen al debate. Pueden hacerlo mediante encuestas de opinión y grupos focalizados, o bien con referendos y plebiscitos. En ambos casos, los parlamentos son prescindibles.



El peligro de estos cambios radica en que robustecen una tendencia, ya fuerte, hacia un nuevo centralismo autoritarismo. La clase política deviene en una especie de "nomenklatura" de líderes que prefieren la popularidad al debate. Las cámaras de televisión a los recintos. Les resulta embarazoso explicar sus políticas.



A medida que los debates razonados van quedando en el camino, los ciudadanos pierden interés por la política. Se ocupan de sus asuntos particulares y se dejan gobernar por quienes estén en el poder, por "los profesionales de la política". Las elecciones han perdido su encanto, junto con los partidos y los parlamentos. La menguante concurrencia a las urnas en la mayoría de los regímenes democráticos del mundo así lo demuestra.




La pérdido de protagonismo de parlamentos y congresos es, por sobre todo, una declinación del debate y escrutinio democráticos. Es una tendencia inaceptable para la causa de la libertad. Ya es hora del renacer del parlamentarismo y que los poderes legislativos - auténticos representantes de la pluralidad de opiniones populares - se rebelen contra la arrogancia del ejercicio del poder y contra la apatía del electorado.



El caso del parlamento italiano, que ha cobrado notoriedad en estas majestuosas jornadas electorales, es un vívido y singular ejemplo a imitar por nuestros órganos parlamentarios.



Ello amerita sobradamente que surja de nuestro corazón y nuestra mente un vibrante y emotivo "¡Viva la Repúbblica Italiana!, ¡Viva l'Italia!" .

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